lunes, 24 de diciembre de 2018

Una mala cita en parís me enseñó sobre el amor francés

¿Podrías decirme cómo volver? Le pregunté en inglés a un hombre de treinta y pocos más, después de bajar del tren equivocado y comprobar que por el andén contrario no estaban circulando formaciones. Diría que mi elección fue random, pero no. Él cumplía lo que yo, como buena turista buscaba: todos los requisitos del cliché francés. Pronto entendería hasta qué punto. Era muy lindo. Muy lindo. Su estatura media, su traje azul petróleo entallado, su corte de pelo y su porte “a lo Macron”, revelaban un cuerpo tecnificado: espalda recta, frente alta, hombros alineados. No había en su elegancia una gota de desmesura. Pero su mirada, su mirada gris era un exceso. “Seguime”, me contestó. “Yo tomo el mismo tren. Caminé tras él hacia otra estación. En la entrada, me invitó a colarme cuando él abriera la puerta electrónica con su boleto. Era muy fácil, dijo, sólo tenía que pegarme a su cuerpo para que el censor pensara que éramos uno. Y sí, fue fácil pegarme a su cuerpo. Cuando hablamos en la espera, sus ojos volvieron a titilar al escucharme decir que me ganaba la vida escribiendo “sobre amor, sexo y cosas raras”. “Un verdadero banquete para un francés”, canchero por dentro. Él era ingeniero. Hola, París.

Tres estaciones haríamos juntos antes de despedirnos para siempre. Pero no habíamos llegado a la segunda cuando me propuso ir a tomar un café, “ahora”. Bajé del tren, arrastré la valija por la estación Gare du Nord y enfilamos hacia un bar” no turístico, tradicional, muy francés”, como lo describió en el camino. Pronto el café se convirtió en un vino blanco y él, en un completo fiasco.

-“¿Piensas que a los franceses nos gusta el sexo o la seducción?, me dijo adoptando una pose desafiante que lo hizo ver coqueto y femenino.

-No sé, dime tú…

-Bueno, la seducción. Yo estoy casado así que entre nosotros jamás va a pasar nada – me respondió, deleitado por el placer de desilusionarme.

Tal vez fue el entusiasmo de estar recién aterrizada, tal vez fue mi apertura a la aventura, pero la declaración me divirtió a rabiar. Me entusiasmó su sofisticación. Me pareció digno hijo de una nación que hizo del erotismo su marca registrada y comencé a mirarlo antropológicamente. Ya se sabe, no hay erotismo sin restricción. Quise saber más de él. Qué tenía su esposa para haber ganado la lealtad de un ser tan complejo.

Parar hablarme de ella, me contó la historia de su ex. “Estuve siete años con mi novia anterior y me dejó al borde del altar dos veces. Finalmente, me abandonó”, me resumió. “Al año yo ya estaba casado, me había comprado mi casa y tenía un hijo, ahora mi mujer espera el segundo”, dijo orgulloso. “Mira”, me mostró la foto de ella embarazada.

- ¿Por qué para contarme tu historia de amor actual empiezas hablando de tu ex? Suena a venganza.

- Yo no te conozco, tú no me conoces y no nos vamos a ver nunca más, así que te voy a decir la verdad: sí, fue una venganza. Y me salió bien. Mi mujer es genial y mi ex, ni novio tiene. La cita terminó sin un beso y sin un nombre. Él nunca me lo quiso decir. “Así te queda esta anécdota”, se entusiasmó. Aun así se preocupó de dejarme en claro que él era un “excelente marido”, y que era “la primera vez que hacía esto”. Esto ¿qué? Si no hiciste nada”, le dije. “Cómo que no, te seduje”, me dijo antes de darse vuelta y partir para siempre.

LA SEXUALIDAD QUE PREOCUPA A LOS FRANCESES HOY


Aturdida, de camino a la casa de mi amigo en Neuilly-sur-Seine, encontré la ciudad empapelada con la edición de diciembre de la revista Le Point, que en su tapa vendía “La sexualidad de Francia”. Más adelante aparecieron decenas de afiches de la revista “Elle” anunciando el análisis de “Los franceses y el sexo”. Al parecer, mi tema, era un tema nacional.

Antes de llegar a la casa, ya había buscado los dos artículos y googleado algo sobre el tema. Así di con la visión de la jefa de corresponsalía de París del The New York Times, Elaine Sciolino, tan impresionada por el tema que le dedicó un libro: “La séduction”. En él, Sciolino asegura que hasta vivirlo, no es posible imaginar el tremendo rol que juega la seducción de ese país. “No es únicamente un motor vital ni un cemento social, es casi una obligación civil” asegura y profundiza, “no hay nada que escape a ella en Francia. La cultura, la gastronomía, pero también la política, la diplomacia y la vida laboral giran a su alrededor”. Gracias a su texto, de alguna forma, pude ver mi cita bajo otra luz.

La periodista invocaba al francés Jean Baudrillard para enfatizar el supuesto gran halago que es ser elegido simplemente para ser seducido porque, “La seducción es más compleja, sublime y singular que el sexo”. Aun así, ella advertía que no había que confundirse: la seducción aquí no es un juego de niños, sino una batalla en la que hay que adivinar cómo es el enemigo para derrotarlo. Finalmente, para atar todos los cabos sueltos, múltiples fuentes adjudicaban al deporte de cortejar una función clave para mantener la institución familiar a salvo. “En un punto, los franceses entienden que mantener robustos sus egos los ayuda a sostener un núcleo familiar en un estado saludable”, decía el filósofo francés André Compte.

Al llegar a mi destino, indignada, le conté todo a mi amigo que vive en París hace un año. De insólito no le vio nada. “Bienvenida a Francia”.

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