Alguna vez leí por ahí una frase de Neil Strauss que decía que “sin compromiso, no puede haber profundidad en nada, ya se trate de una relación, un negocio o un hobby.”
Me acuerdo que esas palabras me impactaron de manera intensa y me hicieron reflexionar mucho acerca de la relación que estaba manteniendo con mi ex marido por aquellos días. Un lazo débil y mentiroso. Apenas una ilusión de pareja, un borrador de dos seres unidos por palabras inconsistentes como falsos ladrillos, grandilocuentes para fingida calma mental, vacías como esa atractiva caja de bombones que alguna vez abrí ilusionada para tan solo encontrarme con envoltorios arrugados.
No había profundidad. No había siquiera superficie. Sin dudas, no había compromiso. Y por ello mismo, y con toda naturalidad, la falsa pareja que éramos cayó por el propio peso de las mentiras y el deshonor causado a las promesas esenciales incumplidas. No había un cuidarte, ni un quererte, ni un respetarte.
“Para mí no son importantes los títulos”, me dijo una amiga por aquellos días. Ella estaba viéndose con un hombre que no quería formalizar lo que tenían y que por momentos la hacía sentir la mujer más importante y querida del mundo y por otros, se olvidaba de su existencia; con suerte le contestaba de mala manera y simplemente desaparecía. Una incertidumbre asfixiante y devoradora de energía. Su afirmación le servía tan solo para justificar y sostener un amor no correspondido.
Yo conocía eso de querer inventar nuevas formas de algo tan simple como es el amor. También había estado en una situación así y, aunque todavía por aquellos días no lo podía ver con claridad, lo seguía estando.
“Sí son importantes los títulos. Formalizar.”, recuerdo que le dije, “Es poner en palabras lo que uno siente; comprometerse con ese sentimiento y con el otro. Que él no te considere su novia es lo que le permite aparecer cuando quiere y esfumarse cuando se le cante. Cuando hay verdadero amor, el título no sólo no representa un peso, sino que te inunda el alma de orgullo, de ganas, de proyectos y de paz. Te da esa tranquilidad de saber que el otro va a poner su hombro cada vez que lo necesites, porque no se imaginaría haciendo otra cosa, porque quiere. Por eso somos novios, esposos, hijos, padres, hermanos, tíos, abuelos, o amigos y tantos títulos más. Nos indica que nos pertenecemos, que no estamos solos, y que nos vamos a cuidar más que a nadie.”
Y con esas palabras, me estaba hablando a mí misma. Todo lo que le decía a mi amiga era un canto hermoso al compromiso del amor en todas sus formas. Nada de eso estaba presente en mi matrimonio. “Sin compromiso no puede haber profundidad”, decía la frase. Sí, yo era claramente poseedora de un título sin amor.
Por suerte llegó ese bendito día en el cual cada pieza de ese rompecabezas emocional que me acompañaba, encontró su sitio. En ese instante, pude ver el cuadro desde la distancia. Fue como si hubiera logrado pararme por fuera de mí para verme desde una nueva perspectiva reveladora: esa mujer que veía ahí no era yo, no me representaba, no era la que quería ser. Ante mí, pude ver a un ser opaco que estaba queriendo convencerse a sí misma de que se podía tal vez vivir en una relación basada en mentiras y ser más o menos feliz.
Pero yo no quería ser más o menos feliz. No quería permanecer opaca. En mí había una luz potentísima ahogada por los miedos y los embrollos mentales que construía para justificar el tipo de dinámica que mantenía con mi ex.
Quería brillar. Quería ser todo lo feliz que fuera capaz se ser. Quería calmar a mis demonios
Y así, tomé coraje, solté ese título vacío de esposa y abracé uno real: soy Cari. Soy una mujer fuerte. Entonces, y como hacemos cuando nos comprometemos con todo el corazón con algo o con alguien, decidí quererme, respetarme y cuidarme con toda la profundidad posible.
Pasaron más de dos años desde entonces. El camino no siempre fue llano, pero los demonios se fueron debilitando y mi confianza fue creciendo. Esa luz que sabía que había en mí, fue encendiéndose de a poco pero segura. A esa llama no la iba a apagar cualquier viento. Y llegó ese momento en el cual la sentí potentísima; brillaba con fuerza porque había vuelto a creer en el amor. En el amor propio. Y toda esa luminosidad generada por mi propio quererme, me enseñó amar mejor al mundo y volver a creer en ese otro compromiso de amor que es el de la pareja.
Hace ya unas cuantas semanas, Diego me dijo que había una cartita para mí en el bolsillo derecho de su jean. Allí, doblado, había un papelito. Lo abrí con dedos temblorosos y mucho cuidado.
“¿Quieres ser mi novia?”, decía. La carta más breve y hermosa del mundo. Y en mí, una vez más esa electricidad en mi cuerpo y ese vuelco en el corazón que pensé que había abandonado a mi adolescencia y primera juventud.
“Esto es tan, pero tan lindo que ni lo puedo explicar con palabras. Pensé que a nuestra edad eso ya no se preguntaba. Pensé que con el tiempo y las acciones ya se iba a dar por sentado.”, le dije un rato después emocionada al extremo.
“Para mí es muy importante.”, me contestó, “Para mí es una instancia muy especial. Es decir en voz alta que tenemos un compromiso. No tener dudas de que queremos estar juntos y que nos vamos a cuidar.”
Después me dijo “Buenas noches, novia” y los dos nos fuimos a dormir inundados de paz. Porque cuando nos comprometemos, logramos profundidad.
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