Toda una generación de niños crece marcada por el sedentarismo y sin contacto con los espacios abiertos al aire libre. Esa vida trae sus consecuencias: obesidad infantil y estrés son los problemas más habituales, pero también se registra un aumento en la depresión y los desordenes anímicos. El periodista Richard Louv estudió estas problemáticas, forjó el concepto de “déficit de naturaleza” y estableció propuestas para superarlo.
Es posible que quienes lean este artículo hayan tenido una infancia de la que ya no existen, de las que son poco menos que imposibles, hoy por hoy, en los grandes centros urbanos. En un cerrar de ojos podemos trasladarnos a esos tiempos en la segunda mitad del siglo XX y enumerar las actividades que los niños realizaban por aquel entonces. Aunque cambien los escenarios, todos realizamos las mismas cosas: casi todos disfrutamos de largas horas jugando en las calles o recorriendo el barrio en bicicleta. Es posible que algunos hayan dado largas caminatas hasta la escuela o a la heladería; que hayan tenido relaciones cordiales con sus vecinos y cosechado muchas amistades. Que otros hayan trepado a los árboles, construido chozas en el bosque, chapoteado en zanjas o cazado insectos. Muchas de esas actividades se realizan sólo en los primeros años de vida. Así era el mundo infantil en los 60, 70 y 80. Pero algo está cambiando…
En la actualidad, esa niñez vinculada a un entorno social y natural está en vías de extinción tanto en Estados Unidos como en los países hispanoamericanos. Los niños de la primera década del siglo XXI pasan muchas horas por día encerrados; van de la casa a la escuela en automóvil, se reúnen con sus amigos en locales de comida rápida, pasan las tardes jugando en la PC o frente a la TV. Las causas de estas pautas de comportamiento son variadas: sus padres tienen poco tiempo para cuidarlos y los dejan ir adonde haya mayores garantías de seguridad; ellos mismos eligen los puntos de reunión y, además, requieren de mucho más tiempo para estudiar y prepararse para el futuro.
DURA REALIDAD
A los niños de hoy les toca vivir esa realidad. Eso es inevitable. Pero lejos de quedarse en comparaciones y planteos melancólicos, lo verdaderamente importante es conocer las derivaciones de tal situación y descubrir estrategias para evitar las consecuencias negativas de la “niñez posmoderna”. Todos reconocen en ella cualidades positivas: la velocidad con la que aprenden a manejar la tecnología y la madurez aparente para encarar ciertos temas. Pero en la lista de problemas infantiles figuran obesidad, estrés, depresión y desordenes anímicos que generan el síndrome de déficit de atención (trastorno que dificulta el correcto rendimiento escolar). Asimismo, es habitual que los niños actuales resulten más delicados que los de otras generaciones porque, al estar mayoritariamente en ambientes cerrados, no se inmunizan contra las bacterias que circulan por el medio-ambiente, pero están sobreexpuestos al polvillo que produce alergias.
Para sostener estas afirmaciones, basta con citar la encuesta de la Kaiser Family Foundation que da cuenta de que los niños de 8 a 18 años, integrantes de la llamada generación M, pasan conectados a un aparato electrónico un promedio de cinco horas y media al día, más tiempo del que ocupan haciendo otra actividad que no sea dormir. O un estudio del Center on Everyday Lives of Families, de la UCLA, que informa que tanto padres e hijos ocupan una gran parte de la semana en movimiento de un sitio a otro y sólo unos pocos minutos en su propio jardín.
El déficit de naturaleza es un concepto elaborado por Richard Louv. El periodista se dedicó a analizar estas problemáticas después de realizar tres mil entrevistas a padres de todo Estados Unidos. En su libro Last Child in the Woods –existe versión en español, El último chico en el bosque– plantea que la falta de contacto con ambientes silvestres tiene efectos físicos y psicológicos en las personas y que los más jóvenes son los más sensibles. Durante años, los pediatras alertaron a la comunidad sobre las dificultades de “vivir en un ambiente obesogénico, que nos incita a comer más y a movernos menos”. Siguiendo esos lineamientos, Louv avanza hasta llegar a la raíz del problema: “No son las ciudades y la tecnología los únicos responsables del déficit de naturaleza; los padres forman parte de las causas”.
A la hora de describir la forma en la cual los padres proyectan la vida de sus hijos, Louv señala: “La inseguridad social creciente los obliga a remarcar más que nunca que no hablen con extraños y limitan el esparcimiento de sus hijos a un área marcada y conocida, a moverse en automóvil y no salir mucho de casa”.
Lejos de coincidir con muchas de las posturas actuales, el ensayista sugiere un retorno a los clásicos: “Cuando un niño se golpea o se corta, los padres se alborotan; de inmediato van al médico y lo llenan de medicamentos, vendas y cuidados. No es que esté mal cuidar a nuestros hijos, pero estamos ejerciendo una sobreprotección que ignora nuestras propias experiencias. En las “infancias viejas” (allá por los 70 u 80) sufríamos raspaduras regularmente, muchos nos hemos fracturado cayendo de árboles o rodando
por pendientes, cortado con botellas rotas o clavos oxidados. Sin embargo, aquí estamos: sanos y salvos, llenos de experiencias y saludables recuerdos”.
Más allá de las anécdotas provocadoras, Louv describe una situación reconocida por muchos: “Los niños pasan demasiado tiempo encerrados. Van de la casa a la escuela, a centros de actividades y a casa otra vez”. Y al mismo tiempo alega: “Somos varios los que nos preguntamos con frecuencia si no es insalubre que la generación más joven no estimule su imaginación en espacios abiertos.
Los niños que no conocen el campo pierden la oportunidad de desarrollar habilidades cognitivas”. Frente a las madres interesadas en evitar toda situación de riesgo para sus hijos, Louv agrega: “Es que en los ambientes controlados no hay verdadera experimentación. Aunque precisamente el riesgo es lo que los padres desean evitar, es lo que más nos enseña y estimula la creatividad cuando se trata de encontrar soluciones”.
En su libro, el periodista es tajante al sostener que los niños expuestos a la naturaleza muestran mejoras intelectuales, espirituales y físicas en comparación a los que se mantienen encerrados. El resultado: pueden controlar el estrés, aguzar la concentración y promover resoluciones creativas ante los problemas. En este sentido, cita estudios de Estados Unidos, Suecia, Australia y Canadá. Estos indican que los chicos que juegan en escenarios naturales (ríos, campos y árboles) son más propensos a crear sus propios juegos y mostrar mayor cooperación que quienes lo hacen en escenarios artificiales.
Basado en los estudios de otros investigadores, Louv afirma que una terapia efectiva para el síndrome de déficit de atención es promover la diversión y el esparcimiento al aire libre.
La cultura del miedo
Según las encuestas, el 80 por ciento de los padres con hijos de tres a doce años tienen miedo a los secuestros, la violencia y los accidentes, y por todo ello no les permiten jugar solos en espacios abiertos. Incluso el miedo a los rayos solares y a las picaduras de insectos sirven como argumento para mantener a los niños en sitios cerrados.
Como consecuencia, en lugar de tiempo y lugares para explorar, los niños poseen una agenda cada vez más repleta de actividades organizadas por los adultos.
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