Hace unos meses estaba escuchando un programa radial guatemalteco y oí un dato que me puso los pelos de punta, y esto debido a la gravedad que implica.
El locutor se refería a la comunicación íntima que se había perdido con los hijos y solo se manejaba una comunicación cliché y rutinaria.
Afirmaba que en EEUU el tiempo promedio que comparten los hijos con los padres es de dos minutos a la semana. Sí, leyó bien, dos minutos a la semana. Realmente parece una cifra increíble, pero de acuerdo a la realidad actual en que vive el mundo, podemos esperar de todo.
Dos minutos de su tiempo para los hijos, ¡qué horror!, pues ¿en dos minutos qué valores morales y espirituales se les puede enseñar?
En dos minutos a la semana ¿qué muestras de afecto y cariño se pueden hacer? ¿Qué inquietudes o problemas podrán expresar los hijos? ¿Cómo estrechar lazos de amor y confianza?
En fin, con dos minutos a la semana es como ese viento que pasa apurado y ni siquiera deja huellas.
Posiblemente habrá quien responda: “Es mejor la calidad que la cantidad de tiempo”. Es una afirmación correcta, pero no me animaría a establecer cuánto tiempo sería el adecuado.
Estoy segura que podemos darnos cuenta de si nos estamos escudando con la excusa de la calidad de tiempo, o si verdaderamente nuestros momentos de dedicación a los hijos son plenos en calidad y cantidad.
Tal vez muchas personas creen que están pasando tiempo suficiente con los hijos, porque toman el desayuno, almuerzan y cenan juntos, los llevan al colegio y el fin de semana se reúnen donde los abuelos con toda la familia, actividades que me parecen excelentes.
Yo me refiero a ese tiempo de quietud, de exploración a la mente de los hijos, de intimidad a solas con ellos, de confianza, de un aclarar de dudas a esa mente que se está formando.
Es tal vez factible que en el colegio aprenden lo que deben saber, pero estoy segura en afirmar que un maestro debe cumplir la tarea de instruir sobre conceptos cognitivos, pero el rol de padres como ejemplo, como autoridad es irremplazable.
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